Desde hace un tiempo internet renueva diariamente una discusión sobre el soporte en que se debe leer y escribir, mientras arrecian las campañas en pro de la lectura. Los “progresistas” de todo cuño (llamémoslos así para no herir sensibilidades y no citemos a los otros porque en realidad no les interesa la cultura), se manifiestan abierta y mayoritariamente por el soporte papel y la lectura masiva. Más aún, hacen de la lectura y la escritura a mano o en máquina de escribir un asunto de barricada: la cultura se va a pique si no se lee y si desaparece el papel. Sus argumentos, a menudo sólidos, pierden consistencia al mezclarse temas de diversa índole e importancia tras los que se pierde el asunto central, de fondo. Usar un soporte determinado para escribir y leer es totalmente relativo. Hay gente muy culta y muy lectora decantada hacia las nuevas tecnologías y gente muy poco preparada y escasa de lecturas que prefiere el papel. Sería de justicia reconocer a estas alturas que los autores consagrados y con muchos años a cuestas prefieren la pulpa de los árboles. Puede tratarse de sabiduría o de snobismo, como opina un amigo escritor.
La decadencia de la costumbre de leer, por el contrario, no tiene nada de relativo, es incuestionable y tiene unas causas necesitadas de clarificar para encontrarles remedio o por lo menos trabajar sobre ellas.
La cultura se va a pique si la gente no lee, decíamos que se argumenta, pero cabría preguntarse: ¿la cultura no se ha ido ya a pique? “La sociedad ha sustituido la literatura por la televisión. Ha desplazado los lugares de enunciación de la tradición intelectual hacia la cultura de masas…” , nos dice Ricardo Piglia. Leer se ha convertido, no nos engañemos, en una actividad elitista. Sin embargo, nos dirán que en la actualidad hay más estudiantes que nunca en una enseñanza que tiene la lectura como principal actividad. El problema es que a ese nivel la lectura tiene un objetivo, graduarse, de la misma manera que ya no se estudia para ser una persona culta, se estudia para conseguir trabajo y/o hacer dinero. Leer por placer ha quedado reducido a una minoría, esa elite a la que nos referíamos.
Para tratar de solucionar esta contingencia aparecen los planes de incentivación de la lectura. Desde venta en el transporte público, ediciones a bajo precio, libros abandonados en parques para que alguien los recoja, intercambio; todo se prueba o se ha probado. Queda una pregunta lógica: ¿hay alguna campaña oficial estudiada con detenimiento detrás de todas estas iniciativas? Porque quizá necesitaríamos un plan pensado para que la gente lea lo que pueda servirle para reflexionar y entender el mundo, y no cualquier cosa. ¿Es la solución leer por leer? Y más allá de ello, ¿qué nos ofrece la sociedad como lectura? Aquí topamos con esa cultura de masas de la que hablábamos, que es la suma de la televisión y los grandes medios de comunicación, cuyos dueños lo son también de las grandes editoriales.
No vamos a enfrascarnos en el gran negocio del libro a escala planetaria -que dominan curiosamente sólo ocho grupos- porque no es el objetivo del artículo. Nos gustaría remarcar, eso sí, que estas grandes editoriales no tienen como meta el crecimiento cultural ni la defensa de la calidad literaria; lo suyo es el negocio puro y duro, ganar dinero.
¿Es justo que la cultura sea un negocio y esté abierto al mercadeo más descarado? Ahí, en el negocio y el mercadeo, es donde deberíamos situar los temas que nos convocan y con los que iniciamos estas líneas. Con esto no pretendemos decir que los empresarios del sector y los creadores no tengan el legítimo derecho a ganarse la vida con su oficio. Pero cuando nos bombardea la prensa con sus campañas anti piratería deberíamos preguntarnos qué está defendiendo, si el derecho de los creadores, como dice envuelta en su piel de cordero, o la libertad de hacer negocio con un bien que debería ser público, de todos.
La televisión, faro de la cultura de masas, se ha convertido en el mundo entero (con las variantes del caso) en una fábrica de vulgaridad, mal gusto, falta de sutileza. Sin mucho temor a equivocarnos sospechamos que en sociedades culturalmente cada vez más pobres la única posibilidad de lograr el rating adecuado a la ambición de los directivos es sacrificar la calidad.
Puestos en este terreno surge otra pregunta: ¿si recomendamos la lectura indiscriminada no estamos favoreciendo a esas editoriales que dominan el mercado mediante una cultura de masas bien orquestada?
Paralelo a ese negocio cultural, del que se benefician las grandes editoriales y alientan los grandes medios de comunicación y ante el que la mayoría de los gobiernos hacen la vista gorda porque carecen de una verdadera política cultural al servicio de la población, aparece un nuevo fenómeno. En países periféricos, alejados de los grandes centros de distribución y venta, de la mano de Dios, los escritores surgen como hongos ya que las pequeñas editoriales publican a cualquiera por una suma de dinero que les permita publicar el libro y ganar algo. Se trata de una verdadera estafa, porque los libros de autores desconocidos, que encima se pagan la edición, no tienen difusión alguna y a la postre terminan todos pudriéndose en un almacén.
Tomando en cuenta que los bosques son los pulmones del planeta nos preguntamos: ¿puede la sociedad permitirse una tala de árboles indiscriminada para llenar las necesidades de los negociantes del libro y satisfacer el ego de los que quieren ver su nombre impreso en la tapa de un libro inútil?
Las nuevas tecnologías, debemos tenerlo claro, no son la panacea. La proliferación de restos de tabletas lectoras de libros va a constituirse en el futuro en el mismo problema para el medio ambiente que hoy son los restos de teléfonos móviles o computadoras. Y, además, por si eso fuera poco, los grandes grupos mediáticos ya se posicionan para dominar el sector, lo que quiere decir que los contenidos serán los mismos con otro soporte. Se agregarán, al ser un territorio más libre y más barato, todos los seudo escritores. Porque a nadie escapa que hoy día forman gran parte del catálogo de las editoriales los presentadores de televisión, los periodistas conocidos, los futbolistas, los músicos y demás fauna mediática. Todos tienen su libro en esta feria de vanidades, cuyo fin es el negocio que hunde la verdadera cultura.
En la esencia de todo este asunto, en su fondo, subyace la pregunta imprescindible: ¿Qué es la literatura, para qué sirve la literatura?
“Escribir no es vivir, ni alejarse de la vida para contemplar en reposo las esencias platónicas y el arquetipo de la belleza, ni dejarse atravesar, como por espadas, por palabras desconocidas e incomprendidas que se nos acercan a traición. Es ejercer un oficio. Un oficio que exige un aprendizaje, un trabajo continuo, conciencia profesional y sentido de las responsabilidades.”
Este es el punto clave, que alude al devenir del escritor y a su sentido de las responsabilidades, como definía Sartre.
Teniendo en cuenta que sólo se escribe sobre viajes o crímenes -también sobre amor, pero el amor es un viaje o un crimen-, si no tenemos nada que decir o agregar al respecto, si lo que vamos a decir no tiene profundidad, carece de sofisticación, no está dicho de manera diferente o hace sentir al lector diferente, si no expande las posibilidades del lenguaje, o no está el texto trabajado de manera que transmita algo de manera más precisa, intensa o abarcadora de lo que se ha tratado antes, resulta que estamos haciendo una redacción, un simple ejercicio.
Todos tenemos derecho a escribir, a jugar al fútbol, a fabricar muebles, cocinar y otras actividades, pero de ahí a convertirlas en un oficio media un mundo.
La discusión sobre el uso de un soporte determinado y las campañas a favor de la lectura son iniciativas loables de gente bien intencionada. Pero no podemos seguir discutiendo ciertos temas como si estuviéramos en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando todavía existía un mercado literario que permitía a la población el conocimiento de escritores de una calidad innegable. En la actualidad, los críticos verdaderos, los que no se limitan a hacer reseñas elogiosas, plantean que si se presentaran en cualquier editorial Cortázar con su “Rayuela”, Borges con sus “Ficciones” (con el que comenzó su fama en Europa) o Joyce con su “Ulises”, los echarían a patadas.
La literatura es un negocio y está en manos –a escala planetaria- de grandes grupos mediáticos. Publican y difunden a aquellos que les permiten mantener la entrada de dinero. Y no se necesita ser un lince para entender que en sociedades de muy escaso nivel cultural no es precisamente la calidad, o la profundidad, la que convoca a las grandes multitudes.
Todo esto deberíamos tenerlo muy claro para no perder el tiempo en discusiones con sentido, aunque totalmente laterales. El gran partido, en el que nos va la vida, se juega en otro terreno.