Los años sesenta son en Uruguay, por encima de todo, años de búsqueda. El país que vivía de espaldas a América Latina, el país de los empleados públicos, de la siesta, de la gente amable y tranquila, despertó de repente al borde del abismo. La reconstrucción europea, el fin de la guerra de Corea, la aparición de nuevos competidores, hundieron el precio de las materias primas. El país comenzó a endeudarse. De repente, en pleno desconcierto, aparecieron la revolución cubana y la guerrilla continental mostrando otro camino posible. «Obreros y estudiantes, unidos y adelante«, surgió como consigna cuyo clamor encendía la calle mientras los historiadores rompían con la edulcorada y heroica historia nacional mostrándonos el “rostro terrible de la patria”. El discurso de cambio fue avanzando y se profundizó, incluso hasta desembocar, parte del mismo, en la guerrilla urbana (Tupamaros). Mientras tanto, del exterior llegaban el gran cine italiano explicando aconteceres y adivinando futuros, Bergman con sus complejidades humanas, la literatura latinoamericana pronta para el boom que conquistaría Europa, la Beat Generation norteamericana, el movimiento Hippy, la reivindicación de las minorías, el cuestionamiento de la familia como institución, el intento de cuestionar al padre padrone, la libertad sexual, la vida vista desde la óptica de los perdedores. El capitalismo, poderoso y en auge, no iba a permitir por mucho tiempo semejante estado de cosas. El choque será inevitable y terminará en la contra revolución cultural neoliberal.
Durante esos años se suceden la invasión fallida de Cuba a cargo de los Estados Unidos, la crisis de los misiles, también en Cuba, que pone al mundo al borde de otra guerra mundial, el inicio del conflicto armado en Colombia y la dictadura militar en Argentina en 1966 que durará hasta 1973. A todo este panorama nacional y continental agreguemos el asesinato de Lumumba, líder de la independencia del Congo, del presidente Kennedy, de Malcolm X, de Martin Luther King y la prisión de Nelson Mandela. Y todo dentro de la Guerra Fría, en el choque entre dos formas diferentes de encarar la economía. Es necesario recalcar (incluso hoy) que la batalla económica la estaba ganando Occidente, pero estaba perdiendo la cultural, sobre todo en los países del Tercer Mundo. Por eso hablamos de contra revolución cultural neoliberal, parte de la cual, y muy importante, es el tema de la revista que tratamos en este número.
En este contexto de crisis total Rodríguez Monegal funda, (1966) en París, Mundo Nuevo. Su verdadera intención -reconocida hasta por quienes lo atacaron y muy difícil de entender hoy, cuando prima lo económico sobre cualquier otro aspecto- era difundir la literatura de calidad (con ese fin invitó a escritores notorios, entre ellos los cubanos):
«He aceptado (la propuesta de apoyarme y financiarme) porque el Grupo que me la ofrece, vinculado al Congreso por la Libertad de la Cultura pero no dependiente de él, me asegura total libertad de elección y orientación. Entre las cosas que he especificado con total claridad, deletreándolas, está la colaboración de intelectuales cubanos. Hay que erradicar el maccarthismo».
La invitación recibió esta respuesta de Fernández Retamar, entonces Director de la Casa de las Américas:
«El Congreso por la Libertad de la Cultura es una organización creada para algo, que es, precisamente, lo contrario de lo que nuestros países requieren (…) Tiene como única misión la defensa de los intereses imperialistas de Estados Unidos, agenciándose para ello la colaboración de intelectuales de diversos matices, algunos de los cuales no son necesariamente hostiles a nuestras causas. ¿O debemos creer que el imperialismo norteamericano, al margen de ciertas hazañas en el Congo, Vietnam o Santo Domingo, se ha entregado de repente al patrocinio desinteresado de las puras tareas del espíritu en el mundo, sobre todo en nuestro mundo, y te envían a París para darle a América Latina la revista que su literatura requiere?».
La aparición de la revista Mundo Nuevo coincide con el cierre de Cuadernos, una publicación del Departamento Latinoamericano del Congreso por la Libertad de la Cultura, que fue entonces reemplazado por el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales, ILARI. La nueva revista era más dinámica que la anterior, más fácil de leer y, es bueno insistir, de calidad incuestionable. Su aparición coincidió con unas circunstancias históricas especiales, entre ellas la recién nacida Revolución Cubana que impactó a los escritores latinoamericanos con tal fuerza que la mayoría hicieron suya la causa. Al haber planteado Rodríguez Monegal su publicación como plural, abierta, sin intereses ideológicos ni pretensiones políticas en tales circunstancias (lo había prometido a sus amistades e invitados a participar), las sospechas surgieron de inmediato, y la acusación de ser un instrumento de organizaciones con intereses desestabilizadores claros se hizo constante, sobre todo de parte del semanario uruguayo Marcha y Casa de las Américas, que acusaban a la revista de ser un instrumento de la CIA porque trabajaba por la neutralidad de la cultura, la despolitización de los intelectuales y un lenguaje de izquierda «camaleónico».
En 1967, pese a que The New York Times publicara unos reportajes que probaban que la CIA había sido el soporte del Congreso, Monegal seguía insistiendo en la libertad de la revista. Las defecciones se fueron amontonando entonces, una de ellas la de García Márquez: «En estas condiciones, Señor Director, no me sorprendería que usted fuera el primero en entender que no vuelva a colaborar en Nuevo Mundo mientras esa revista mantenga cualquier vínculo con un organismo que nos ha colocado, a usted, a mí y a tantos amigos en esta abrumadora situación de cornudos«.
Monegal condenó la actuación de la CIA y trató de comprender al Congreso explicando que era una institución propia de la Guerra Fría «en la que dos superimperios de ideologías opuestas y aparentemente monolíticas se dividían encarnizadamente el mundo» y lamentando el daño causado a los escritores que comprometieron su nombre en el proyecto ignorando la procedencia dudosa de los fondos: «Por un lado, es víctima de la calumnia de la reacción organizada, de la pandilla maccarthista o stalinista; por el otro sufre el engaño de la CIA» Sin embargo, todavía creía en la capacidad del intelectual para resistir la coacción: «La CIA, u otros corruptores de ambos bandos, pueden pagar a los intelectuales independientes sin que lo sepan. Lo que no pueden es comprarlos«.
Los escritores, no obstante, fueron renunciando a participar y el nivel cayó. En 1968 la Fundación Ford se hizo cargo de la revista pero con condiciones: en tres años debía autofinanciarse y su sede pasar de París a América Latina. Monegal no aceptó las condiciones.
Mundo Nuevo será publicada hasta 1971 en Buenos Aires y con un tono más conservador, que contrastaba con el tono progresista de la época Monegal, y sin firmas conocidas.
Para muchos estudiosos, como la Profesora de Filosofía de la Historia María Mudrovcic (Argentina) y autora de un profundo estudio sobre el tema, la revista fue un instrumento destinado a infiltrar en la cultura latinoamericana ciertos conceptos sobre el trabajo intelectual y la figura del escritor. Según su opinión -y la de muchos otros-, se trataba de neutralizar la cultura latinoamericana despolitizándola a través de un discurso integracionista de tono moderado y ecléctico y evadiendo de forma sistemática la polémica verbal. Para lograr ese objetivo se sublimaba al escritor independiente que resistía las presiones de ambos bandos, un verdadero héroe.
No cabe duda que la verdadera intención de Monegal era fundar una revista que diera cabida a una amplia gama de escritos no seleccionados por posturas políticas sino por su aporte a la cultura. No olvidemos que participaron, entre otros muchos, Carlos Fuentes, Severo Sarduy, Guimaraes Rosa, Cabrera Infante, García Márquez, José Donoso, Nicanor Parra, Neruda, Jorge Edwards, Sábato, Roa Bastos. Octavio Paz, Vargas Llosa, Borges, Marechal, Ernesto Cardenal, Lezama Lima. Pero en todo el proceso de publicación su actitud muestra una gran dosis de ingenuidad. Creer que una organización, cualquiera sea, va a financiar un medio de comunicación cultural (o sea, de escasos beneficios económicos) en épocas políticas convulsas sin obtener nada a cambio, lo demuestra.
Las justificaciones de Monegal para mantenerse en su terca posición son varias. En la presentación había planteado una publicación que hiciera visibles, a nivel mundial, a los escritores latinoamericanos y que fuera independiente, que no respondiera a ninguno de los dos bandos en pugna. Dejaba de lado, curiosamente, que estaba financiada por uno de esos bandos. Ángel Rama decía al respecto en una carta: «El Centro del Congreso por la libertad de la cultura (aunque ahora resolvieron no usar más ese nombre) ha abierto centros en Montevideo, Buenos Aires y Santiago. Proclaman el desgaste de los esquemas ideológicos (tesis de Lipset, Shils, etc.), la necesidad de una creación ajena a la política, el pluralismo ideológico. Se dirigen de preferencia a la izquierda no comunista -claro, en la izquierda están todos los intelectuales y artistas que valen- invitándola. En todos lados han fundado revistas que se apoyan y han cumplido innumerables exposiciones de artistas plásticos modernísimos. Lo que viene será todavía peor».
Monegal también matizaba constantemente su opinión sobre el papel de Estados Unidos como potencia, planteando que el país había sustituido la dirección política por otra militar, por lo que la reprobación de sus actos no debía hacerse a EEUU como unidad sino a una indeterminada dirección militar (este razonamiento nos trae a la mente la película «Algunos hombres buenos» y algunas teorías conspiranoicas tan en boga). Llegaba, además, a la conclusión (apoyado por Max Aub) de que en el caso de Estados Unidos sería más adecuado hablar de hegemonía que de imperialismo, porque era un país descentralizado, con rivalidad entre los distintos órganos del Estado y hasta en instituciones no oficiales, con multiplicidad de opiniones y puntos de vista, lo que permitía actividades, sobre todo culturales, patrocinadas por sus organizaciones con un margen de tolerancia y latitud impresionantes. La conclusión que sacaba de ese razonamiento era que la resistencia a concentrar el poder en una sola mano impide que EEUU se vuelva uno de los imperios más abusivos de la historia.
En 1982, cuando la dictadura le había prohibido la entrada a Uruguay porque lo acusaba de apoyar a los tupamaros con el dinero que enviaba a su hija, que formaba parte de la organización rebelde, Monegal escribiría lo siguiente en una serie de fascículos muy populares (Editorial Orbis) en los que estaba a cargo de la opinión sobre los escritores íberoamericanos:
«Desde sus orígenes, la literatura de la América hispana fue política. Es decir: estuvo comprometida con la circunstancia específica de cada nacionalidad y con las alternativas de una historia que pronto habría de demostrar que la liberación de la tiranía de España no significaba la libertad. Caudillos locales, oligarquías reaccionarias, una Iglesia retrógrada, y el imperialismo indisimulable de las naciones americanas más poderosas (Argentina en el sur, por ejemplo) habrían de demostrar muy pronto que los sueños utópicos de los próceres se traducirían en un largo siglo de anarquía, guerras civiles y hasta conflictos internacionales. La acción de dos potencias imperiales que trataron de aprovechar al descalabro del imperio español (Inglaterra y Francia en la cuenca del Plata, la últimas en México) y la emergencia del poder imperial de Estados Unidos (que se hizo sentir sobre todo en el expolio de México y en la intervención en la cuanca del Caribe), confirmarían esa realidad caótica que es la historia hispanoamericana del siglo XIX».
Que el lector saque sus propias conclusiones.
Publicado con el seudónimo Nick Ravangel